Jorge
Ibargüengoitia
(Guanajuato, México, 1928
- Madrid, 1983)
El claxon y el hombre
¿hablando se entiende la gente?
Estábamos en una reunión
hablando de un ausente. Una señorita humanitaria le reclamó a un amigo
mío:
—¿Por qué dices que te cae mal,
si no lo conoces?
Mi amigo contestó:
—Lo único que sé de él es que
ha instalado en su coche un claxon que toca “La Marsellesa”. ¿Te
parece poco? No sólo no lo conozco, sino que me cae mal y no tengo
ganas de conocerlo.
Cuando escuché estas palabras
sentí el escalofrío característico de cuando descubre uno alguna gran
verdad. Bufón, hablando de los escritores, dijo: “el estilo es el
hombre”; nosotros podemos agregar que, entre analfabetos, el claxon el
el hombre. No sólo el claxon, sino la manera de usarlo. La señora que
en vez de bajarse del coche a abrir la puerta de su casa, toca el claxon
un cuarto de hora para que venga la criada a abrirle, el señor que
detiene el coche (generalmente un Mustang) y da acordes estruendosos
mientras espera a su novia que está en el baño maquillándose
precipitadamente, el que da un trompetazo en cada esquina, sin disminuir
la velocidad, como diciendo “Abran cancha que lleva bala”, o el que
cree que a fuerza de tocar el claxon va a lograr poner en marcha el
automóvil descompuesto que está parado frente al suyo, están poniendo
en evidencia, no una característica superficial, sino la hediondez que
brota de lo más profundo de su alma detestable.
En apoyo de esto que acabo de decir,
que no es más que un preámbulo, voy a narrar aquí un suceso del que
fui partícipe el otro día, que me tiene muy preocupado.
La cosa fue así. Estaba yo
tranquilamente jugando “scrabble” con una amiga mía que vive en un
condominio, cuando de pronto empezamos a oír el sonido de un claxon,
modesto pero estridente, que tocaba dos veces en rápida sucesión,
pasaban quince segundos y volvía a tocar: pip, pip, quince segundos;
quince segundos, pip, pip. Así pasaron cinco minutos. Se suspendió el
juego, porque no podíamos concentrarnos. Al cabo de los cinco minutos,
nos levantamos de nuestros asientos y fuimos a la ventana, que es de un
quinto piso. Vimos lo siguiente. Abajo, en el patio, había un Datsun
blanco que no podía estacionarse porque había otro coche parado en el
lugar que le correspondía al dueño del Datsun. Hay que advertir que en
ese condominio cada propietario paga diez mil pesos por los seis metros
cuadrados del estacionamiento. El dueño del Datsun seguía pip pip,
quince segundos, pip, pip.
Aproveché una de las pausas para
gritar con voz estentórea:
—Oiga, cállese.
Ya la siguiente para agregar:
—¡Vaya a la caseta de policía y
no esté . . . —aquí dije una palabra que quiere decir “molestando”,
que es un poco más fuerte, pero no es ninguna de las dos más fuertes
que pueden usarse en el mismo contexto y que son las primeras que se nos
vienen a la cabeza en estos casos. La palabra que dije la voy a
denominar con la letra F.
En el momento en que dije esto se
produjo un silencio total. Santo remedio. Mi amiga me felicitó por mi
acertada intervención. Regresamos a la sala y seguimos jugando.
Así pasaron veinte minutos. Cuando
ya creíamos que el incidente había terminado, sonó el timbre. Voy a
la puerta, abro y me encuentro frente a un joven jadeante, por los cinco
pisos de escaleras, que me dice con voz entrecortada:
—Venía a pedirle disculpas por
haberlo molestado con el claxon.
Me conmovió. No sólo la disculpa,
sino el jadeo, y la corbata que traía puesta.
—Hombre, no tenga cuidado —le
dije.
Inmediatamente me arrepentí de
habérselo dicho, porque después de la disculpa, recuperando un poco el
aliento, prosiguió:
—Nomás que hablando se entiende
la gente. Cualquier cosa puede discutirse en un plan amistoso. Si me
dice usted “Tenga la bondad de no tocar el claxon” yo dejo de
tocarlo. No es necesario usar palabras de carretonero.
¿Cuáles palabras de carretonero?
Le dije “cállese”.
Me dijo, “no esté F”. Así como
dijo eso, podría haber dicho cualquier otra palabrota.
Podría, pero no la dije. Además,
¿por qué no he de decirle que no esté F, si eso es precisamente lo
que está usted haciendo?
Aquí él me explicó todas las
penalidades que tiene, todas las noches le quitan el estacionamiento y
todavía yo le grito peladeces desde un balcón. Lo que no le expliqué
fue que si no fuera yo tan cobarde, en vez de echarle un grito le
hubiera echado una bomba Molotov. Pero lo extraño del caso es que el
hombre, después de presentar su disculpa y hacer su reclamación, se
retiró diciendo:
—He tenido mucho gusto en
conocerlo —creyéndose muy irónico, pero con el hígado hecho trizas.
Pero lo que yo me pregunto es,
¿dónde aprende la gente a pensar tan mal?, ¿ las escuelas?, ¿ en las
oficinas? ¿ en el seno de la familia? Porque nadie puede nacer tan
equivocado. A este señor, que llega a su casa y encuentra a alguien
ocupando su lugar de estacionamiento, lo primero que se le ocurre es
molestar con el claxon a cincuenta o sesenta familias y se siente con
derecho a que alguien baje desde el quinto piso y e le acerque para
decirle:
—¿Que no me hiciera el favor de
no tocar el claxon?
Por otra parte, si alguien llega,
encuentra su lugar ocupado, toca el claxon y alguien le pega un grito,
sólo le quedan dos posibilidades. Una, la más sensata, consiste en
irse a su casa a tomar té de boldo. La otra consiste en subir al quinto
piso, decirle al que le gritó:
—Usted a mí no me grita.
Y atenerse a las consecuencias.
Pero echar el viaje para dar
disculpas con la esperanza de que se las ofrezcan a él es algo que me
hace pensar que francamente, hablando no se entiende la gente. (28-iv-70)
Publicado
en Instrucciones para vivir en México, compilado por Guillermo
Sheridan. México: Editorial Joaquín Mortiz, 1990.
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