Katherine
Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 -
Francia, 1923)
La fiesta en el jardín (1921)
(“The Garden-Party”)
Originalmente publicado, en tres partes, en Saturday Westminster Gazette
(I: 4 de febrero de 1922; II: 11 de febrero de 1922; y III: 18 de febrero de 1922);
The Garden Party and Other Stories
(Londres: Constable & Company Limited, 1922, 276 págs.)
Y, después de todo, el tiempo
era ideal. Si lo hubieran hecho de encargo no habría resultado un día
más perfecto para la fiesta en el jardín. Sin viento, cálido, el
cielo sin una nube. Como pasa al principio del verano, una neblina de
oro pálido velaba, apenas el azul. El jardinero estaba en pie desde el
alba, segando el prado y barriéndolo, hasta que el césped y los
rosetones chatos y oscuros donde habían estado las margaritas
parecieran brillar. En cuanto a las rosas, no se podía negar que
habían comprendido que las rosas son las únicas flores que impresionan
a la gente en una fiesta en el jardín, las únicas flores que a todos
interesan. Cientos, cientos. literalmente, habían abierto en la noche;
las zarzas verdes estaban inclinadas como si los arcángeles las
hubieran visitado.
No había concluído el almuerzo
cuando vinieron los hombres a levantar la marquesina.
—¿Mamá, dónde quieres poner la
marquesina?
—Mi hija querida, es inútil
preguntármelo. He resuelto que este año, las niñas se encarguen de
todo. Olvidad que soy la madre. Tratadme como a un invitado de honor.
Pero Meg no podía vigilar a los
hombres. Antes de almorzar se había lavado la cabeza, y estaba sentada
tomando café; llevaba un turbante verde, con un oscuro rizo húmedo
pegado en cada mejilla. Jose, la mariposa, acostumbraba a bajar con
sólo un viso verde y encima su kimono.
—Tú tendrás que ir, Laura; tú
que eres artística.
Allá fué Laura, con su pedazo de
pan y manteca en la mano. Es tan delicioso encontrar una excusa para
comer fuera, y, además, adoraba arreglar cosas; encontraba que podía
hacerlas tanto mejor que cualquier otro.
Cuatro hombres en mangas de camisa
estaban juntos en un camino del jardín. Llevaban estacas cubiertas con
rollos de tela, y grandes cajas de herramientas a la espalda. Eran
impresionantes. Laura hubiera querido no tener ese pedazo de pan y
manteca en la mano, pero ni había donde ponerlo, ni se lo podía tragar
entero. Enrojeció y trató de parecer muy seria y hasta un poco corta
de vista cuando se acercó a ellos.
—Buenos días —dijo, imitando la
voz de su madre.
Pero resultó tan horriblemente
afectado que se avergonzó, y tartamudeó como una niñita.
—¡Oh, ustedes vienen...! ¿es por
la marquesina?
—Así es, señorita —replicó el
más alto de todos, un tipo flaco y pecoso, cambiando de lado su caja de
herramientas, echando atrás su sombrero de paja y sonriéndole.
—Es para eso.
Su sonrisa era tan espontánea, tan
amistosa, que Laura se repuso. ¡Qué lindos ojos tenía! ¡Pequeños,
pero de un azul tan oscuro! Miró a los demás que también sonreían.
Parecían decirle: ¡Ánimo, no te vamos a comer! ¡Qué obreros tan
simpáticos! ¡Y qué hermosa mañana! Pero no tenía que mencionar la
mañana; debía ser una persona de negocios: la marquesina.
—Bueno, ¿qué les parece aquel
macizo de lilas? ¿Servirá?
Y señalaba el macizo de lilas con
la mano que no tenía el pan y manteca. Se volvieron, y miraron. Uno de
ellos, bajo y gordo, apretó el labio inferior, y el más alto frunció
el ceño.
—No me gusta —dijo—. No es
bastante importante. Sabe, tratándose de una marquesina —y se volvió
hacia Laura—, hay que ponerla en un lugar donde dé un golpe en el
ojo, como quien dice.
Laura se quedó pensando si no era
una falta de respeto en un trabajador hablarle de dar un golpe en el
ojo. Pero entendió muy bien.
—Una esquina de la cancha de tenis
—sugirió—. Pero la banda estará en otra esquina.
—Hum, ¿van a tener una banda? —preguntó
otro de los obreros. Era uno pálido. Tenía una mirada feroz, mientras
sus ojos oscuros medían la cancha de tenis. ¿Qué pensaría?
-—Sólo una pequeña banda —dijo
Laura con dulzura.
Si la banda era pequeña, quizá no
le parecería mal. Pero el hombre alto le interrumpió.
—Mire, señorita, ése es el
lugar. Junto a aquellos árboles. Allá arriba. Ahí estará bien.
Junto a los karakas. Así los
karakas quedarían escondidos. Y eran tan hermosos, con sus anchas hojas
centelleantes, y sus racimos amarillos. Eran como árboles de una isla
desierta, orgullosos, solitarios, elevando sus hojas y frutos al sol en
una especie de silencioso esplendor. ¿Debía esconderlos la
marquesina?
Y los escondería. Ya los hombres
habían cargado las estacas y estaban arreglando el sitio. Sólo el alto
quedó atrás. Se inclinó, apretó una varita de alhucema, llevóse el
pulgar y el índice a la nariz y aspiró el perfume. Cuando Laura vió
el gesto, olvidó los karakas, en su asombro de que al hombre le gustara
una cosa así, le gustara el perfume de la alhucema. ¿Cuántos hombres
de los que ella conocía hubieran hecho tal cosa? ¡Oh, qué simpáticos
son los obreros! ¿Por qué no podía tener amigos obreros en vez de
los muchachos tontos con quienes bailaba y que venían a cenar los
domingos? Se entendería mucho mejor con hombres así.
Tienen la culpa —decidió, en el
momento en que el hombre alto dibujaba algo en el dorso de un sobre,
algo que debía ser izado o quedar colgado— estas absurdas
distinciones de clase. Bueno, por su parte, ella no las sentía. En lo
más mínimo, ni un átomo... Y ahora viene el tac-tac de los martillos.
Uno de los hombres silbaba, otro cantaba: “¿Estás bien ahí,
camarada?” ¡Camarada! El compañerismo, el... el... Para probar qué
contenta estaba y mostrar al hombre alto qué cómoda se sentía, y
cuánto despreciaba las convenciones estúpidas, Laura díó un gran
mordisco a su pan y manteca, mientras observaba el dibujito. Se sentía
como una pequeña obrera.
—¡ Laura, Laura! ¿Dónde estás?
¡ El teléfono, Laura! —gritó una voz desde la casa.
—¡Ya voy! —Y salió corriendo,
por el césped, por el sendero, subió los escalones, cruzó la terraza
y llegó al pórtico. En el pasillo, su padre y Lorenzo estaban
cepillando sus sombreros, listos para irse a la oficina.
—Mira, Laura —dijo Lorenzo con
prisa—, podías revisar mi traje para luego. Mira si no le hace
falta un planchazo.
—¡ Ya lo creo!
De repente no pudo contenerse.
Corrió hacia Lorenzo y le dió un pescozón.
—¡Oh! adoro las fiestas; ¿y tú?
—murmuró Laura.
—Bastante —dijo Lorenzo con su
voz cálida de muchacho y también pellizcó a su hermana dándole un
empujón—. Rápido, al teléfono, querida.
El teléfono. Sí, sí; ¡oh, sí!
¿Kitty? Buenos días, querida. ¿Vienes a almorzar? Sí, querida.
Encantada. Va a ser una comida ligera: restos de sandwiches y de
merengues y alguna otra cosita. Sí, ¿no es un día divino? ¿El
blanco? ¡Oh, seguramente! Un momento; ten el tubo. Me llaman. —Y
Laura se echó atrás—. ¿Qué, mamá? No oigo.
La voz de la señora Sheridan bajó
flotando por la escalera.
—Dile que traiga ese delicioso
sombrero que usó el domingo.
—Dice mamá que te pongas ese
sombrero delicioso que llevabas el domingo. Bueno. A la una.
Adiós.
Laura colgó el auricular, levantó
los brazos sobre la cabeza, hizo una aspiración profunda, los estiró y
los dejó caer. ¡Uf!, suspiró, y en seguida se sentó. Se quedó
quieta, escuchando. Todas las puertas de la casa parecían abiertas.
La casa estaba viva, con rápidas pisadas y voces incesantes.
La puerta de bayeta verde que
conducía a la cocina se abría y cerraba con un sordo rezongo. Ahora se
sentía un sonido absurdo, cloqueando. Era el piano tan pesado
arrastrado sobre sus ruedas tiesas. Y ¡qué aire! Si uno se pone a
pensar ¿será el aire siempre así? Céfiros suaves se perseguían
fuera y allá arriba, en las ventanas. Y había dos marchitas de sol,
una en el tintero, otra en un marco de plata, jugando también.
Deliciosas marchitas, sobre todo la cie la tapa del tintero. Estaba casi
caliente. Una cálida estrellita de plata. Daban ganas de besarla.
Sonó el timbre de la puerta y se
oyó crujir el vestido estampado de Sadie por la escalera. Una voz de
hombre murmuró; Sadie respondió, sin interés:
—Le digo que no sé. Espere. Voy a
preguntar a la señora.
—¿Qué hay, Sadie? —preguntó
Laura entrando en el pasillo.
—Es el florista, señorita.
Y ahí estaba. En la puerta abierta
de par en par, había una bandeja playa colmada de macetas con lirios
rosados. Nada más. Nada más que lirios, lirios, lirios, grandes flores
rosadas, muy abiertas, radiantes, terriblemente vivas sobre sus rojos
tallos lustrosos.
—¡Ooh, Sadie! —dijo Laura como
en un gemido. Se agachó como para calentarse en ese resplandor de
lirios; los sintió en sus dedos, en sus labios, creciendo en su pecho.
—Debe ser una equivocación —dijo
en voz muy baja—. No se han pedido tantos. Sadie, vete a buscar a
mamá.
En ese mismo instante llegó la
señora Sheridan.
—Está bien —dijo con calma—.
Sí, yo los encargué. ¿No son divinos?
Apretó el brazo de Laura.
—Pasaba por la florista, ayer, y
los vi en el escaparate. Y de repente se me ocurrió que por una vez
en la vida tendría todos los lirios que quisiera. La fiesta en el
jardín era una buena excusa.
—Pero yo te oí decir que tú no
querías intervenir.
Sadie había entrado. El hombre de
las flores volvió al camión, Laura rodeó el cuello de su madre con un
brazo y despacio, muy despacito, le mordió la oreja.
—Vidita, tú no quieres tener una
madre lógica, ¿verdad?
—No hagas eso. Aquí está el
hombre.
Traía todavía más lirios, otra
bandeja llena.
—Deposítelos junto a la entrada,
por favor, a los lados del pórtico —dijo la señora—. ¿No te
parece, Laura?
—Oh, si, mamá.
En el salón, Meg, Jose y el
pequeño Hans habían logrado, al fin, cambiar el piano de sitio.
—Ahora, si pusiéramos este cofre
contra la pared y sacáramos todo menos las sillas, ¿no les parece?
—Bueno.
—Hans, lleva esas mesas al cuarto
de fumar, y que vengan a barrer para sacar esas marcas de la alfombra
y... un momento, Hans...
A Jose le gustaba dar órdenes a los
sirvientes, y a ellos les gustaba obedecer. Les hacía pensar que
tomaban parte en un drama.
—Diga a mamá y a la señorita
Laura que vengan en seguida.
—Muy bien, señorita Jose.
Se volvió hacia Meg.
—Quiero ver cómo suena el piano,
por si alguien me pide que cante esta tarde. Vamos a ensayar: “Esta
vida es triste”.
¡Pom. Ta-ta-ta! El piano sonó con
tal furia que Jose cambió de color. Juntó las manos. Les pareció
triste y enigmática a su madre y a Laura cuando entraron.
Esta
vida es tris-te,
Una lágrima... un suspiro
Un. amor que cam-bia
Esta vida es tris-te
Una lágrima... un suspiro
Un amor que cam-bia,
Y entonces... ¡adiós!
Pero
en la palabra “adiós”, y aunque el piano parecía más
desesperado que nunca, su rostro se iluminó con una brillante sonrisa,
terriblemente antipática.
—¿Estoy en voz, mamita? —sonrió.
Esta
vida es tris-te,
La esperanza viene para morir.
Un sueño... un despertar.
Pero
Sadie interrumpió el canto:
—¿Qué hay, Sadie?
—Por favor, señora, la cocinera
pregunta si la señora tiene esas tarjetas para los sandwiches.
—¿Las tarjetas para los
sandwiches, Sadie? —repitió como un eco la señora Sheridan, casi
ausente.
Y las hijas se dieron cuenta de que
no las tenía.
—Vamos a ver —dijo a Sadie con
firmeza—, diga a la cocinera que las llevaré dentro de diez minutos.
Sadie, desapareció.
—Bueno, Laura —dijo la madre
rápidamente—, ven conmigo al fumoir. Tengo los nombres por
ahí, escritos en el dorso de un sobre. Tendrás que copiarlos. Meg,
sube y quítate en seguida ese trapo mojado de la cabeza. Jose, corre a
vestirte en el acto. Niñas ¿me oís, o tendré que decírselo a
vuestro padre cuando vuelva esta noche a casa? Y... y, Jose, si vas a
la cocina trata de calmar a la cocinera, ¿quieres? Me tenía aterrada
esta mañana.
Al fin, se encontró el sobre
detrás del reloj del comedor, aunque la señora Sheridan no se daba
cuenta cómo había ido a parar allí.
—Una de vosotras debe haberlo
sacado de mi cartera, porque recuerdo perfectamente... queso fresco y
cuajada con limón. ¿Habéis escrito eso?
—Sí.
—Huevo y... —la señora Sheridan
alargó los brazos y retiró el sobre—. Parece ratón, pero no puede
ser, ¿verdad?
—Aceitunas, queridita —dijo
Laura, leyendo por encima del hombro.
—Por supuesto, aceitunas. ¡Qué
combinación atroz: huevos y aceitunas!
Por fin acabaron, y Laura los llevó
a la cocina. Allí se encontró con Jose calmando a la cocinera, que no
parecía tan aterradora.
—Nunca he visto sandwiches tan
exquisitos —dijo Jose, con voz extasiada—. ¿Cuántas clases hay? ¿
Quince?
—Quince, señorita Jose.
—Bueno, la felicito.
La cocinera apartó las cortezas con
de cortar pan, y sonrió satisfecha.
—Han venido de casa de Godber —anunció
Sadie, saliendo de la despensa—, vi pasar al hombre desde la ventana.
Eso significaba que habían llegado
los pastelitos de crema.
Godber era famoso por sus pastelitos
de crema. A nadie se le ocurría hacerlos en casa.
—Tráigalos y póngalos sobre la
mesa —ordenó la cocinera.
Sadie los trajo y volvió a la
puerta. Por supuesto, Laura y Jose eran demasiado grandotas para
ocuparse de estas cosas. Con todo, no podían negar que eran muy buenos.
Mucho. La cocinera empezó a arreglarlos, sacudiéndoles el azúcar
sobrante.
—¿No le traen a uno el recuerdo
de todas las fiestas pasadas? —dijo Laura.
—Supongo que sí —respondió la
práctica Jose, que no gustaba de recordar—. Parecen ligeros y
plumosos, hay que reconocerlo.
—Tomad uno cada una, queridas —dijo
la cocinera con voz amable—. Mamá no se dará cuenta.
—Imposible, ¡pastelitos de crema
tan en seguida del almuerzo!, la sola idea hace estremecer.
Pero dos minutos después Jose y
Laura se estaban chupando los dedos con ese aire absorto que sólo da la
crema de Chantilly.
—Salgamos al jardín por el camino
de atrás —sugirió Laura—. Quiero ver cómo van los hombres con
la marquesina. ¡Son tan simpáticos!
Pero la puerta trasera estaba
bloqueada por la cocinera, Sadie, el hombre de Godber y Hans.
Algo pasaba.
—Tac-tac-tac —cloqueaba la
cocinera como una gallina asustada. Sadie tenía una mano
oprimiéndose la cara como si le dolieran las muelas. La cara de Hans
estaba fruncida en un esfuerzo por comprender. Sólo el dependiente de
Godber parecía contento. Él era quien contaba la cosa.
—¿Qué hay, qué ha sucedido?
—Un horrible accidente —dijo la
cocinera—, un hombre ha muerto.
—¡Un muerto! ¿Dónde, cuándo?
Pero el dependiente de Godber no iba
a perder su relato. —¿Sabe, señorita, aquellas casitas allá abajo?
¿Las conoce? —Claro, ella las conocía—. Bueno, allí vive un
muchacho carretero, se llama Scott. Su caballo se asustó esta mañana
de un camión, y lo tiró de cabeza en la esquina de la calle Hawke. Lo
mató.
—¡Muerto! —y Laura miró al
hombre con asombro.
—Ya estaba muerto cuando lo
levantaron —contestó el hombre con fruición—. Llevaban el cuerpo a
la casa cuando yo venía.
Y dirigiéndose a la cocinera:
—Deja una mujer y cinco chicos.
—Jose, ven acá.
Laura tomó a su hermana de un brazo
y se la llevó por la cocina al otro lado de la puerta de bayeta verde.
Se recostó contra ella.
—Jose —le dijo horrorizada—
¿vamos a suspender los preparativos?
—¡Suspender, Laura! —gritó
Jose atónita—. ¿Qué quieres decir?
Suspender la fiesta en el jardín,
claro. ¿Qué pensaba Jose? Pero Jose estaba cada vez más asombrada. ¿
Suspender la fiesta?
—Mi querida Laura, no seas loca.
No podemos hacer nada de eso. Nadie espera tal cosa. No seas
extravagante.
—Pero no podemos celebrar una
fiesta en el jardín con un muerto frente a nuestra puerta.
Decir eso era realmente exagerado,
porque las casitas estaban en un terreno aparte, en el fondo de una
cuesta empinada que llevaba a la casa. Había una calle ancha de por
medio. Es cierto que estaban demasiado cerca. Eran un verdadero adefesio
y no tenían derecho a estar en ese barrio. Eran pequeñas viviendas
mezquinas, pintadas de un color chocolate. En los retazos de jardín
no había más que repollos, gallinas flacas y latas de tomate. Hasta el
humo que salía de las chimenas era miserable. Hilachas y fragmentos de
humo, tan distinto de los grandes penachos de plata que se elevaban de
las chimeneas de los Sheridan. Vivían lavanderas y barrenderos, y un
remendón, y un hombre que tenía todo el frente de la casa con jaulitas
de pájaros. Los chicos hormigueaban. Cuando los Sheridan eran pequeños
les estaba prohibido acercarse, por el lenguaje que usaban los pobres y
las enfermedades que podían contagiarles. Pero desde que eran grandes
Laura y Jose en sus andanzas solían meterse por ahí. Era sórdido y
asqueroso. Salían estremecidas. Pero se debe ir a todas partes; uno
debe verlo todo. Por eso iban.
—Estoy pensando lo que será la
música de la banda para esa pobre mujer —dijo Laura.
—¡Oh, Laura!
Jose empezó a ponerse seria.
—Si vas a suprimir la música cada
vez que sucede un accidente, vas a llevarte una vida muy triste. Yo lo
siento tanto corno tú. Comprendo como tú.
Sus ojos se endurecieron y miró a
su hermana, como la miraba cuando era pequeña y tenían una pelea.
—No vas a resucitar a un borracho
con sentimentalismos —dijo blandamente.
—¡Borracho! ¿Quién ha dicho que
estaba borracho?
Laura se volvió furiosa hacia Jose.
Dijo, justamente, lo que acostumbraban decir en ocasiones semejantes:
“Se lo voy a contar a mamá, ahora mismo”.
—Ve, querida —dijo Jose con un
arrullo.
—Mamá, ¿puedo entrar?
Laura hizo girar el picaporte de
cristal.
—Por supuesto, querida. Pero
¿qué pasa? ¿Qué te ha hecho poner tan colorada?
Y la señora Sheridan se volvió
hacia atrás en su mesa tocador. Se estaba probando un sombrero nuevo.
—Mamá, ha muerto un hombre —empezó
Laura.
—¿Pero no en el jardín? —interrumpió
la madre.
—¡ No, no!
—¡Ah, qué susto me has dado!
La señora Sheridan dió un suspiro
de alivio, se quitó el gran sombrero y lo puso en sus rodillas.
—Pero escucha, mamá —dijo
Laura.
Sin aliento, medio ahogada, contó
la terrible historia.
—Claro que no podremos celebrar
nuestra fiesta, ¿verdad? —suplicó—. La música y la gente. Nos van
a oír, mamá; están cerquita, ¡son vecinos!
Con gran asombro de Laura, su madre
se comportó como Jose; y era peor, porque la idea parecía
divertirla. Se negó a tomar en serio a Laura.
—Pero, querida mía, hay que tener
sentido común. Sólo por casualidad lo hemos sabido. Si alguien hubiera
muerto ahí de muerte natural —y no sé cómo están vivos en esos
oscuros agujeros— tendríamos igual nuestra fiesta, ¿verdad?
Laura tuvo que decir que sí,
pero comprendía que no era justo. Se sentó en el sofá y empezó a
tironear el fleco de los almohadones.
—Mamá, ¿no es una falta de
corazón por nuestra parte? —preguntó.
—¡Vidita!
La señora Sheridan se le acercó,
llevando el sombrero. Antes que Laura pudiera evitarlo se lo plantó
en la cabeza.
—¡Hija mía! —dijo la madre—,
el sombrero es tuyo. Lo mandé hacer para ti. Hace demasiado joven para
mí. Nunca te he visto más bonita. ¡Mírate! —Y levantó su espejo
de mano.
—Pero, mamá —volvió a decir
Laura. No se podía mirar; se puso de lado.
Pero ya la señora Sheridan había
perdido la paciencia lo mismo que Jose.
—Laura, te estás volviendo
absurda —dijo fríamente—. Gente de esa clase no espera de
nosotros ningún sacrificio. Y no es altruísmo aguarnos la fiesta, como
lo estás haciendo.
—No entiendo —dijo Laura, y
salió, apresurada del cuarto para encerrarse en el suyo.
Allí, por pura casualidad, lo
primero que vió fué una encantadora muchacha en el espejo, con su
sombrero negro adornado de margaritas doradas y una larga tinta de
terciopelo negro. Nunca se imaginó que podía resultar tan bien.
¿Tendría razón mamá? Y ahora deseaba que mamá tuviera razón.
¿Sería exagerada? Tal vez fuese una locura. Sólo por un momento tuvo
la visión de aquella pobre mujer y aquellas pobres criaturas, y del
cuerpo que llevaban a la casa. Pero parecía borroso, irreal, como una
fotografía en el periódico. Lo recordaría de nuevo después de la
fiesta. En todo sentido eso parecía lo mejor...
Terminaron de almorzar a la una y
media. A las dos y media todo se hallaba en orden de batalla. Los
músicos con casacas verdes ya estaban colocados en una esquina de la
cancha de tenis.
—¡Querida! —aulló Kitty
Maitland— ¿no te parecen ranas verdes? Los debían haber colocado
alrededor del estanque y el director, en una hoja, en el centro.
Llegó Lorenzo y los saludó al
pasar para ir a vestirse. Al verlo, Laura volvió a pensar en el
accidente. Quería contárselo a él. Si Lorenzo estaba de acuerdo con
los demás entonces tendrían razón. Y le siguió al pasillo.
—¡Lorenzo!
—¡Hola!
Estaba en la mitad de la escalera,
pero cuando se volvió y vió a Laura, infló los carrillos y revolvió
los ojos.
—¡Palabra de honor, Laura! Estás
enloquecedora. ¡Qué sombrero más elegante!
Laura dijo a media voz:
—¿Te parece?... —le sonrió, y
no le contó nada.
Poco después empezó a llegar la
gente a montones. La banda rompió a tocar; los sirvientes agregados
corrían de la casa a la marquesina. Dondequiera que uno miraba se
veían parejas paseándose, inclinándose sobre las flores, saludando,
caminando por el césped. Parecían brillantes pájaros que se habían
posado en el jardín de los Sheridan por una tarde en su vuelo ¿a
dónde? ¡Ah, qué felicidad es estar con personas alegres, estrechar
manos, oprimir mejillas, sonreírse en los ojos!
—¡Laura, querida, qué bien
estás!
—¡Qué bien te va ese sombrero,
criatura!
—Pareces una española. Nunca te
he visto más admirable.
Y Laura, radiante, preguntaba con
dulzura: “¿Le han servido té? ¿No quiere un helado? Los helados de
fruta son especiales”. Corrió adonde estaba su padre y suplicó: “Papaíto
querido, ¿se le sirve algo de beber a la banda?”
Y la tarde perfecta culminó
lentamente, se desvaneció lentamente, cerró sus pétalos lentamente.
“Nunca hubo fiesta más
deliciosa...” “Un gran éxito...” “La más grande...”
Laura ayudó a su madre en las
despedidas. Estuvieron una al lado de la otra hasta que todo se
acabó.
—Se acabó, se acabó, gracias al
cielo —dijo la señora Sheridan—. Llama a los demás. Tomaremos
café. Estoy deshecha. Sí, un gran éxito. Pero, ¡ah, estas fiestas,
estas fiestas! ¿Por qué insistís, hijitas, en dar fiestas?
Tomaron asiento en la marquesina
abandonada.
—Toma un sandwich, papaíto. Yo
escribí el nombre.
—Gracias.
El señor Sheridan se lo comió de
un bocado. Tomó otro.
—¿Supongo que no habréis sabido
nada del horrible accidente de hoy? —dijo.
—Querido —dijo la señora
Sheridan, levantando una mano— ya lo sabíamos. Casi nos estropea la
fiesta. Laura quería suspenderla.
—¡Oh, mamá! —Laura no quería
que la fastidiaran con eso.
—¡ Ah, sí, horroroso! —dijo la
señora Sheridan—, El hombre estaba casado, vivía en la callejuela de
abajo, y deja, según dicen, una mujer y media docena de chiquilines.
Se sucedió un silencio embarazoso.
La señora no sabía qué hacer con la taza. Era una falta de tino por
parte de papá...
De pronto levantó los ojos. Estaba
la mesa llena de sandwiches y pastas y pastelitos que tendrían que
tirarse. Tuvo, entonces, una de sus grandes ideas.
—Ya sé —dijo—. Vamos a
preparar una canasta. Vamos a mandarle a esa pobre un poco de estas
cosas tan ricas. A lo menos, será una fiesta para los chicos. ¿No les
parece? Y además, se alegrará de tener vecinos que la visiten. ¡ Qué
suerte que estén listos! ¡Laura!
Se levantó de un salto.
—Trae la canasta grande de la
alacena que está en la escalera.
—Pero mamá, ¿crees de veras que
es una buena idea? —dijo Laura.
Y otra vez ¡qué raro le parecía
sentir distinto a los demás! Llevar sobras de la fiesta. ¿Le gustaría
eso a la pobre mujer?
—Claro, ¿qué te pasa hoy? Hace
una hora o dos insistías en mostrar simpatía, y ahora...
—¡ Oh, bueno!
Laura corrió con la canasta. La
llenaron; la señora Sheridan la dejó colmada.
—Llévala tú misma, queridita;
corre, así como estás. No, espera, lleva unos lirios. A esa gente le
gustan los lirios.
—Los tallos van a estropearte el
traje —dijo la práctica Jose.
—Es cierto, muy a tiempo. Entonces
sólo la canasta. Pero Laura —la madre la siguió hasta afuera de la
marquesina—, de ningún modo...
—¿Qué, mamá?
No, mejor no poner tales ideas en la
cabeza de la criatura.
—Nada, vete pronto.
Empezaba a oscurecer cuando Laura
cerró el portón. Un perro grande corría como un fantasma. El camino
blanco brillaba y las casitas estaban allá abajo en profunda oscuridad.
¡Qué tranquilo parecía todo después de la tarde! Iba cuesta abajo
hacia un sitio donde yacía un muerto, y no podía creérselo. ¿Cómo
iba a poder? Se detuvo un minuto. Le parecía que llevaba dentro besos,
voces, tintineo de cucharillas, risas, el olor del césped aplastado. No
podía pensar en otra cosa. ¡Qué raro! Miró el cielo pálido y lo
único que se le ocurrió fué: “Sí, ha sido todo un éxito la fiesta”.
Llegó a un cruce del camino donde
empezaba la callejuela, oscura y llena de humo. Mujeres con chales y
hombres de gorra transitaban por allí, Sobre las empalizadas había
otros hombres asomados; los chicos jugaban en las puertas de calle. Un
débil susurro se oía en las casitas miserables. En algunas se veía
fluctuar tina luz y alguna sombra moverse como fantoches, tras las
ventanas. Laura inclinó la cabeza y apresuró el paso.
Hubiera debido ponerse un abrigo.
¡Qué llamativo era su traje! Y el gran sombrero con las cintas
colgando —¡si a lo menos llevara otro sombrero! ¿La estarían
mirando? Seguramente. Era un error haber venido; ella sabía que era un
error. ¿No sería mejor volver?
No, demasiado tarde. Aquí estaba la
casa. Debía ser ésa. Delante había un grupo oscuro de gente. Al lado
de la puerta una vieja con una muleta estaba sentada, mirando.
Descansaba los pies sobre un diario. Al acercarse Laura, cesaron las
voces. Se abrió el grupo. Era como si la esperasen, como si supieran
que iba hacia allí.
Laura estaba nerviosísima. Echando
la cinta de terciopelo sobre el hombro preguntó a una de las mujeres
ahí paradas:
—¿Es aquí la casa de la señora
Scott?
Y la mujer, sonriendo de un modo
raro:
—Aquí es, señorita.
¡Oh, salir de esto! Repetía: “Ayúdame,
Dios mío”, mientras subía la estrecha vereda y llamaba. No poder
estar lejos de esas miradas o cubierta con alguno de esos chales.
Dejaré la cesta y me marcharé. No voy a esperar que la desocupen.
Se abrió la puerta. Una mujercita
de luto apareció en la sombra.
Laura preguntó: “¿Es usted la
señora Scott?” Pero con gran horror suyo, la mujer no contestó: “Entre
por favor, señorita”, y se encontró encerrada en el pasillo.
—No, no necesito entrar; sólo
quería dejar esta cesta. La manda mamá...
La mujer en el pasillo oscuro, no
pareció oírla. “Por acá, si gusta, señorita”, dijo con voz
aceitosa; y Laura la siguió.
—¡Hum! —dijo la mujercita—.
¡ Hum!... es una señorita. —Se volvió hacia Laura. Dijo
humildemente: “Soy la hermana. Discúlpela, señorita”.
—¡Oh, por supuesto! —dijo Laura—.
Por favor, por favor no la moleste. Yo... yo sólo quería dejar...
Pero en ese momento la mujer que
estaba junto al fuego se volvió. Su cara inflada, colorada, con ojos y
labios hinchados, era horrible. Parecía no comprender por qué Laura
estaba ahí. ¿Qué significaba? ¿Por qué esta desconocida estaba en
la cocina con una canasta? ¿Qué quería decir eso? Y el pobre rostro
se frunció de nuevo.
—Está bien, querida —dijo la
otra—. Yo atenderé a la señorita. —Y comenzó otra vez—:
Discúlpela, señorita —y su cara, hinchada también, ensayó una
untuosa sonrisa.
Laura no pensaba más que en irse,
en irse. Volvió al pasillo. Se abrió la puerta. Entró en el
dormitorio donde yacía el muerto.
—¿No quiere verlo? —dijo la
hermana de Em, y empujó a Laura hacia la cama—. No tenga miedo,
señorita —y su voz era cariñosa, confidencial, y tiernamente bajó
la sábana—, parece un cuadro. No hay mucho que ver. Venga, querida.
Laura la siguió.
Ahí estaba un joven dormido —tan
profundamente dormido— lejos, muy lejos de las dos. ¡Oh, tan remoto,
tan lleno de paz! Estaba soñando. No se despertaría jamás. Tenía la
cabeza hundida en la almohada; los ojos cerrados, estaban ciegos bajo
los párpados cerrados. Estaba absorto en su sueño. ¿Qué le
importaban los las fiestas en los jardines, los cestos y los encajes? Ya
estaba lejos de esas cosas. Era asombroso, bellísimo. Mientras ellos
reían y la banda tocaba, había sucedido ese milagro en la callejuela.
Feliz... feliz... “Todo está bien”, decía el rostro dormido. “Es
lo que debe ser. Estoy contento”.
Pero, con todo, hacía llorar, y no
pudo dejar el cuarto sin decirle algo. Laura sollozó como una niña.
“Perdona mi sombrero”, le dijo.
Y no esperó esta vez a la hermana
de Em. Encontró el camino para salir. Pasó por entre el grupo oscuro
de gente, vereda abajo. Al doblar la callejuela encontró a Lorenzo.
Surgió de la sombra.
—¿Eres tú, Laura?
—Sí.
—Mamá estaba inquieta. ¿Todo fue
bien?
—¡Sí, Lorenzo! —Tomó su
brazo, se apretó contra él.
—¿Pero, no estás llorando,
verdad? —le preguntó el hermano.
Laura movió la cabeza. Estaba
llorando.
Lorenzo le pasó un brazo alrededor
del cuello.
—No llores —dijo con su voz
afectuosa y cálida—. ¿Era horrible?
—No —sollozó Laura—. Era
maravilloso.
Se detuvo, miró a su hermano.
—Pero eso no es la vida —tartamudeó—,
no es la vida.
No podía explicar qué era la vida.
No importaba. Él le comprendió.
—¿No es qué, queridita?
—dijo Lorenzo.
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