Guy de Maupassant
(Francia, 1850-1893)
¿fue un sueño? [La muerta] (1887)
(“La morte”)
[Otro título en español: “La Muerta”]
Originalmente publicado en el periódico Gil Blas (31 de mayo de 1887);
La main gauche
(París: Paul Ollendorff, 1889, 315 págs.)
¿Por qué se ama? ¿Por qué
se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mudno, tener un solo
pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo
nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el
agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los
labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra
incesantemente, en todas partes, como una plegaria.
Voy a contaros nuestra historia,
ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y
viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos
tan absolutamente envuelto, atado y absorvido por todo lo que
procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche,
ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No
lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy
mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente
tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No
recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron,
escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres
se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes
ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba
me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado
todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve,
débil suspiro. La enfermera dijo: “¡Ah!” ¡y yo comprendí! ¡Y
yo comprendí!
Me consultaron acerca del entierro
pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd
y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella
dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
¡Ella estaba enterrada!
¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas...
mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a
través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí
un viaje.
***
Ayer regresé a París, y cuando
vi de nuevo mi habitación —nuestra habitación, nuestra cama,
nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano
después de su muerte—, me invadió tal oleada de nostalgia y de
pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la
calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas
paredes que la habían encerrado y la habían cogijado, que
conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento,
en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y
antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo,
el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos
los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si
lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos
hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo
en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces,
tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen.
Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal
—en aquel liso, enorme, vacío cristal— que la había contenido
por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis
apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué;
estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo,
horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres!
¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido,
todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí
mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto
sufro!
Me marché sin saberlo, sin
desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz
de mármol blanco, con esta breve inscripción:
«Amó, fue amada, y murió.»
¡Ella está ahí debajo,
descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el
suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que
estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante
desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche,
llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio.
¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a
vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué
pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual
vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que
los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho
espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo
tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de
las llanuras.
¡Y para todas estas generaciones
de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no
hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los
borra. ¡Adiós!
Al final del cementerio, me di
cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde
los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las
propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los
que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie ciuda, de altos
y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne
humana.
Yo estaba solo, completamente
solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí
entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco
como un náufrago se agarra a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció
del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente,
silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un
lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi
amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas
con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi
cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego
buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de
hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí
los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué
noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!
No había luna. ¡Qué noche!
Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos
entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo
Tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor,
en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no
podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír
los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso,
indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche,
o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres
humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo
permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto,
dispuesto a morir.
Súbitamente, tuve la impresión
de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba
moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de
levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi,
sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual estaba
sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la
losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar
de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:
“Aquí yace Jacques Olivant, que
murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno
y honrado y murió en la gracia de Dios.”
El muerto leyó también lo que
había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una
piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo
cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos
contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación con
la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en
letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las
paredes con una piedra de fósforo:
“Aquí yace Jacques Olivant, que
murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a
disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa,
atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que
pudo, y murió en pecado mortal.”
Cuando hubo terminado de escribir,
el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi
alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los
muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las
líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas,
sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido
atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas,
embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado,
engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos
padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas
hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y
mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban
escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad,
la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban
vivos.
Pensé que también ella había
escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los
ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia
ella, convencido que la encontraría inmediatamente. La reconocí al
instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro;
y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:
“Amó, fue amada, y murió.”
Ahora leí:
“Habiendo salido un día de
lluvia para engañar a su amante, cogió una pulmonía y murió.”
Parece que me encontraron al
romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.
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