Guy de Maupassant
(Francia, 1850-1893)
La mano (1883)
(“La main”)
Originalmente publicado en el periódico Le Gaulois (23 diciembre 1883)
Contes du jour et de la nuit (1885)
Estaban en círculo en torno al
señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el
misterioso suceso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel
inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del
asunto. El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea,
hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero
no llegaba a ninguna conclusión.
Varias mujeres se habían
levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados
en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves
palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso,
por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su
alma; las torturaba como el hambre.
Una de ellas, más pálida que las
demás, dijo durante un silencio:
—Es horrible. Esto roza lo
sobrenatural. Nunca se sabrá nada.
El magistrado se dio la vuelta
hacia ella:
—Sí, señora es probable que no
se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de
emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy
hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en
misterio que no podemos despejarle de las circunstancias impenetrables
que lo rodean. Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso
donde verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo
demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.
Varias mujeres dijeron a la vez,
tan de prisa que sus voces no fueron sino una:
—¡Oh! Cuéntenoslo.
El señor Bermutier sonrió
gravemente, como debe sonreír un juez de instrucción. Prosiguió:
—Al menos, no vayan a creer que
he podido, incluso un instante, suponer que había algo sobrehumano en
esta aventura. No creo sino en las causas naturales. Pero sería mucho
más adecuado si en vez de emplear la palabra sobrenatural para
expresar lo que no conocemos, utilizáramos simplemente la palabra
inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a contarles, fueron
sobre todo las circunstancias circundantes, las circunstancias
preparatorias las que me turbaron. En fin, estos son los hechos:
Entonces era juez de instrucción
en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca que se extiende al borde de un
maravilloso golfo rodeado por todas partes por altas montañas.
Los sucesos de los que me ocupaba
eran sobre todo los de vendettas. Los hay soberbios, dramáticos al
extremo, feroces, heroicos. En ellos encontramos los temas de venganza
más bellos con que se pueda soñar, los odios seculares, apaciguados
un momento, nunca apagados, las astucias abominables, los asesinatos
convertidos en matanzas y casi en acciones gloriosas. Desde hacía dos
años no oía hablar más que del precio de la sangre, del terrible
prejuicio corso que obliga a vengar cualquier injuria en la propia
carne de la persona que la ha hecho, de sus descendientes y de sus
allegados. Había visto degollar a ancianos, a niños, a primos;
tenía la cabeza llena de aquellas historias.
Ahora bien, me enteré un día de
que un inglés acababa de alquilar para varios años un pequeño
chalet en el fondo del golfo. Había traído con él a un criado
francés, a quien había contratado al pasar por Marsella. Pronto todo
el mundo se interesó por aquel singular personaje, que vivía solo en
su casa y que no salía sino para cazar y pescar. No hablaba con nadie,
no iba nunca a la ciudad, y cada mañana se entrenaba durante una o
dos horas en disparar con la pistola y la carabina.
Se crearon leyendas entorno a él.
Se pretendió que era un alto personaje que huía de su patria por
motivos políticos; luego se afirmó que se escondía tras haber
cometido un espantoso crimen. Incluso se citaban circunstancias
particularmente horribles.
Quise, en mi calidad de juez de
instrucción, tener algunas informaciones sobre aquel hombre; pero me
fue imposible enterarme de nada. Se hacía llamar sir John Rowell.
Me contenté pues con vigilarle de
cerca; pero, en realidad, no me señalaban nada sospechoso respecto a
él. Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse los rumores
acerca de él, decidí intentar ver por mí mismo al extranjero, y me
puse a cazar con regularidad en los alrededores de su dominio.
Esperé durante mucho tiempo una
oportunidad. Se presentó finalmente en forma de una perdiz a la que
disparé y maté delante de las narices del inglés. Mi perro me la
trajo; pero, cogiendo en seguida la caza, fui a excusarme por mi
inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el pájaro
muerto.
Era un hombre grande con el pelo
rojo, la barba roja, muy alto, muy ancho, una especie de Hércules
plácido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada británica, y
me dio las gracias vivamente por mi delicadeza en un francés con un
acento de más allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos
charlado unas cinco o seis veces. Finalmente una noche, cuando pasaba
por su puerta, le vi en el jardín, fumando su pipa, a horcajadas
sobre una silla. Le saludé y me invitó a entrar para tomar una
cerveza. No fue necesario que me lo repitiera.
Me recibió con toda la meticulosa
cortesía inglesa; habló con elogios de Francia, de Córcega, y
declaró que le gustaba mucho esta país, y esta costa.
Entonces, con grandes precauciones
y como si fuera resultado de un interés muy vivo, le hice unas
preguntas sobre su vida y sus proyectos. Contestó sin apuros y me
contó que había viajado mucho por África, las Indias y América.
Añadió riéndose:
—Tuve mochas avanturas, ¡oh!
yes.
Luego volví a hablar de caza y me
dio los detalles más curiosos sobre la caza del hipopótamo, del
tigre, del elefante e incluso la del gorila.
Dije:
—Todos esos animales son
temibles.
Sonrió:
—¡Oh, no! El más malo es el
hombre.
Se echó a reír abiertamente, con
una risa franca de inglés gordo y contento:
—He cazado mocho al hombre
también.
Después habló de armas y me
invitó a entrar en su casa para enseñarme escopetas con diferentes
sistemas. Su salón estaba tapizado de negro, de seda negra bordada
con oro. Grandes flores amarillas corrían sobre la tela oscura,
brillaban como el fuego. Dijo:
—Eso ser un tela japonesa.
Pero, en el centro del panel más
amplio, una cosa extraña atrajo mi mirada. Sobre un cuadrado de
terciopelo rojo se destacaba un objeto rojo. Me acerqué: era una mano,
una mano de hombre. No una mano de esqueleto, blanca y limpia, sino
una mano negra reseca, con uñas amarillas, los músculos al
descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a roña, sobre
los huesos cortados de un golpe, como de un hachazo, hacia la mitad
del antebrazo. Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro,
remachada, soldada a aquel miembro desaseado, la sujetaba a la pared
con una argolla bastante fuerte como para llevar atado a un elefante.
Pregunté:
—¿Qué es esto?
El inglés contestó
tranquilamente:
—Era mejor enemigo de mí. Era
de América. Ello había sido cortado con el sable y arrancado la piel
con un piedra cortante, y secado al sol durante ocho días. ¡Ah, muy
buena para mí, ésta.
Toqué aquel despojo humano que
debía de haber pertenecido a un coloso. Los dedos, desmesuradamente
largos, estaban atados por enormes tendones que sujetaban tiras de
piel a trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa manera;
recordaba inevitablemente alguna venganza de salvaje. Dije:
—Ese hombre debía de ser muy
fuerte.
El inglés dijo con dulzura:
—Ah yes; pero fui más fuerte
que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle.
Creí que bromeaba. Dije:
—Ahora esta cadena es
completamente inútil, la mano no se va a escapar.
Sir John Rowell prosiguió con
tono grave:
—Ella siempre quería irse. Ese
cadena era necesaria.
Con una ojeada rápida,
escudriñé su rostro, preguntándome: ”¿Estará loco o será un
bromista pesado?” Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo
y benévolo. Cambié de tema de conversación y admiré las escopetas.
Noté sin embargo que había tres revólveres cargados encima de unos
muebles, como si aquel hombre viviera con el temor constante de un
ataque.
Volví varias veces a su casa.
Después dejé de visitarle. La gente se había acostumbrado a su
presencia; ya no interesaba a nadie.
Transcurrió un año entero; una
mañana, hacia finales de noviembre, mi criado me despertó
anunciándome que Sir John Rowell había sido asesinado durante la
noche.
Media hora más tarde entraba en
casa del inglés con el comisario jefe y el capitán de la
gendarmería. El criado, enloquecido y desesperado, lloraba delante de
la puerta. Primero sospeché de ese hombre, pero era inocente. Nunca
pudimos encontrar al culpable.
Cuando entré en el salón de Sir
John, al primer vistazo distinguí el cadáver extendido boca arriba,
en el centro del cuarto. El chaleco estaba desgarrado, colgaba una
manga arrancada, todo indicaba que había tenido lugar una lucha
terrible.
¡El inglés había muerto
estrangulado! Su rostro negro e hinchado, pavoroso, parecía expresar
un espanto abominable; llevaba algo entre sus dientes apretados; y su
cuello, perforado con cinco agujeros que parecían haber sido hechos
con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.
Un médico se unió a nosotros.
Examinó durante mucho tiempo las huellas de dedos en la carne y dijo
estas extrañas palabras:
—Parece que le ha estrangulado
un esqueleto.
Un escalofrío me recorrió la
espalda y eché una mirada hacia la pared, en el lugar donde otrora
había visto la horrible mano despellejada. Ya no estaba allí. La
cadena, quebrada, colgaba.
Entonces me incliné hacia el
muerto y encontré en su boca crispada uno de los dedos de la
desaparecida mano, cortada o más bien serrada por los dientes justo
en la segunda falange.
Luego se procedió a las
comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna puerta había sido
forzada, ni ninguna ventana, ni ningún mueble. Los dos perros de
guardia no se habían despertado.
Ésta es, en pocas palabras, la
declaración del criado:
Desde hacía un mes su amo
parecía estar agitado. Había recibido muchas cartas, que había
quemado a medida que iban llegando. A menudo, preso de una ira que
parecía demencia, cogiendo una fusta, había golpeado con furor
aquella mano reseca, lacrada en la pared, y que había desaparecido,
no se sabe cómo, en la misma hora del crimen.
Se acostaba muy tarde y se
encerraba cuidadosamente. Siempre tenía armas al alcance de la mano.
A menudo, por la noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con
alguien.
Aquella noche daba la casualidad
de que no había hecho ningún ruido, y hasta que no fue a abrir las
ventanas el criado no había encontrado a sir John asesinado. No
sospechaba de nadie.
Comuniqué lo que sabía del
muerto a los magistrados y a los funcionarios de la fuerza pública, y
se llevó a cabo en toda la isla una investigación minuciosa. No se
descubrió nada.
Ahora bien, tres meses después
del crimen, una noche, tuve una pesadilla horrorosa. Me pareció que
veía la mano, la horrible mano, correr como un escorpión o como una
araña a lo largo de mis cortinas y de mis paredes. Tres veces me
desperté, tres veces me volví a dormir, tres veces volví a ver el
odioso despojo galopando alrededor de mi habitación y moviendo los
dedos como si fueran patas.
Al día siguiente me la trajeron;
la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de sir John
Rowell; le habían enterrado allí, ya que no habían podido descubrir
a su familia. Faltaba el índice.
Ésta es, señoras, mi historia.
No sé nada más.
Las mujeres, enloquecidas, estaban
pálidas, temblaban. Una de ellas exclamó:
—¡Pero esto no es un desenlace,
ni una explicación! No vamos a poder dormir si no nos dice lo que
según usted ocurrió.
El magistrado sonrió con
severidad:
—¡Oh! Señoras, sin duda alguna,
voy a estropear sus terribles sueños. Pienso simplemente que el
propietario legítimo de la mano no había muerto, que vino a buscarla
con la que le quedaba. Pero no he podido saber cómo lo hizo. Este
caso es una especie de vendetta.
Una de las mujeres murmuró:
—No, no debe de ser así.
Y el juez de instrucción, sin
dejar de sonreír, concluyó:
—Ya les había dicho que mi
explicación no les gustaría.
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