Franz
Kafka
(Praga, 1883-1924)
ser infeliz (1911)
(“Unglücklichsein”)
Originalmente publicado en Betrachtung (Leipzig: editorial Rowohlt, 1913)
Cuando ya eso
se había vuelto insoportable —una vez al
atardecer, en noviembre—, y yo me deslizaba sobre
la estrecha alfombra de mi pieza como en una pista,
estremecido por el aspecto de la calle iluminada
me di vuelta otra vez, y en lo hondo de la pieza,
en el fondo del espejo, encontré no obstante un
nuevo objetivo, y grité, solamente por oír el
grito al que nada responde y al que tampoco nada
le sustrae la fuerza de grito, que por lo tanto
sube sin contrapeso y no puede cesar aunque
enmudezca; entonces desde la pared se abrió la
puerta hacia afuera así de rápido porque la
prisa era, ciertamente, necesaria, e incluso vi
los caballos de los coches abajo, en el pavimento,
se levantaron como potros que, habiendo expuesto
los cuellos, se hubiesen enfurecido en la batalla.
Cual pequeño
fantasma, corrió una niña desde el pasillo
completamente oscuro, en el que todavía no
alumbraba la lámpara, y se quedó en puntas de
pie sobre una tabla del piso, la cual se
balanceaba levemente encandilada en seguida por la
penumbra de la pieza, quiso ocultar rápidamente
la cara entre las manos, pero de repente se calmó
al mirar hacia la ventana, ante cuya cruz el vaho
de la calle se inmovilizó por fin bajo la
oscuridad. Apoyando el codo en la
pared de la pieza, se quedó erguida ante la
puerta abierta y dejó que la corriente de aire
que venía de afuera se moviese a lo largo de las
articulaciones de los pies, también del cuello,
también de las sienes. Miré un poco en esa
dirección, después dije: “buenas tardes”, y
tomé mi chaqueta de la pantalla de la estufa,
porque no quería estarme allí parado, así, a
medio vestir. Durante un ratito mantuve la boca
abierta para que la excitación me abandonase por
la boca. Tenía la saliva pesada; en la cara me
temblaban las pestañas. No me faltaba sino
justamente esta visita, esperada por cierto. La
niña estaba todavía parada contra la pared en el
mismo lugar; apretaba la mano derecha contra
aquélla, y, con las mejillas encendidas, no le
molestaba que la pared pintada de blanco fuese
ásperamente granulada y raspase las puntas de sus
dedos. Le dije:
—¿Es a mí
realmente a quién quiere ver? ¿No es una
equivocación? Nada más fácil que
equivocarse en esta enorme casa. Yo me llamo así
y asá; vivo en el tercer piso. ¿Soy entonces yo
a quién usted desea visitar?
—¡Calma,
calma! —dijo la niña por sobre el hombro—; ya
todo está bien.
—Entonces
entre más en la pieza. Yo querría cerrar la
puerta.
—Acabo
justamente de cerrar la puerta. No se moleste. Por
sobre todo, tranquilícese.
—¡Ni hablar
de molestias! Pero en este corredor vive un
montón de gente. Naturalmente todos son conocidos
míos. La mayoría viene ahora de sus ocupaciones.
Si oyen hablar en una pieza creen simplemente
tener el derecho de abrir y mirar qué pasa. Ya
ocurrió una vez. Esta gente ya ha terninado su
trabajo diario; ¿a quién soportarían en su
provisoria libertad nocturna? Por lo demás,
usted también ya lo sabe. Déjeme cerrar la
puerta.
—¿Pero qué
ocurre? ¿Qué le pasa? Por mí, puede
entrar toda la casa. Y le recuerdo; ya he cerrado
la puerta; créalo. ¿Solamente usted puede cerrar
las puertas?
—Está bien,
entonces. Más no quiero. De ninguna manera
tendría que haber cerrado con la llave. Y ahora,
ya que está aquí, póngase cómoda; usted es mi
huésped. Tenga plena confianza en mí. Lo único
importante es que no tema ponerse a sus anchas. No
la obligaré a quedarse ni a irse. ¿Es que hace
falta decírselo? ¿Tan mal me conoce?
—No. En
realidad no tendría que haberlo dicho. Más
todavía: no debería haberlo
dicho. Soy una niña; ¿por qué molestarse tanto
por mí?
—¡No es
para tanto! Naturalmente, una niña. Pero
tampoco es usted tan pequeña. Ya está bien
crecidita. Si fuese una chica no habría podido
encerrarse, así no más, conmigo en una pieza.
—Por eso no tenemos que preocuparnos. Solamente
quería decir: no me sirve de mucho conocerle tan
bien; sólo le ahorra a usted el esfuerzo de
fingir un poco ante mí. De todos modos, no me
venga con cumplidos. Dejemos eso, se lo pido,
dejémoslo. Y a esto hay que agregar que no le
conozco en cualquier lugar y siempre, y de ninguna
manera en esta oscuridad. Sería mucho mejor que
encendiese la luz. No. Mejor no. De todos modos,
seguiré teniendo en cuenta que ya me ha amenazado.
—¿Cómo? ¿Yo
la amenacé? ¡Pero por favor! ¡Estoy tan
contento de que por fin esté aquí! Digo
“por fin” porque ya es tan tarde. No
puedo entender por qué vino tan tarde. Además es
posible que por la alegría haya hablado tan
incongruentemente, y que usted lo haya
interpretado justamente de esa manera. Concedo
diez veces que he hablado así. Sí. La amenacé
con todo lo que quiera. Una cosa: por el amor de
Dios, ¡no discutamos! ¿Pero, cómo pudo creerlo?
¿Cómo pudo ofenderme así? ¿Por qué quiere
arruinarme a la fuerza este pequeño momentito de
presencia suya aquí? Un extraño sería
más complaciente que usted.
—Lo creo.
Eso no fue ninguna genialidad. Por naturaleza
estoy tan cerca de usted cuanto un extraño pueda
complacerle. También usted lo sabe. ¿A qué
entonces esa tristeza? Diga mejor que está
haciendo teatro y me voy al instante.
—¿Así? ¿También
esto se atreve a decirme? Usted es un poco
audaz. ¡En definitiva está en mi pieza! Se frota
los dedos como loca en mi pared. ¡Mi pieza, mi
pared! Además, lo que dice es ridículo, no sólo
insolente. Dice que su naturaleza la fuerza a
hablarme de esta forma. Su naturaleza es la mía,
y si yo por naturaleza me comporto amablemente con
usted, tampoco usted tiene derecho a obrar de otra
manera.
—¿Es esto
amable?
—Hablo de
antes.
—¿Sabe
usted cómo seré después?
—Nada sé yo.
Y me dirigí a
la mesa de luz, en la que encendí una vela. Por
aquel entonces no tenía en mi pieza luz
eléctrica ni gas. Después me senté un rato a la
mesa, hasta que también de eso me cansé. Me puse
el sobretodo; tomé el sombrero que estaba en el
sofá, y de un soplo apagué la vela. Al salir me
tropecé con la pata de un sillón. En la escalera
me encontré con un inquilino del mismo piso.
—¿Ya sale
usted otra vez, bandido? -preguntó, descansando
sobre sus piernas bien abiertas sobre dos
escalones.
—¿Qué
puedo hacer? —dije—. Acabo de recibir a un
fantasma en mi pieza.
—Lo dice con
el mismo descontento que si hubiese encontrado un
pelo en la sopa.
—Usted
bromea. Pero tenga en cuenta que un fantasma es un
fantasma.
—Muy cierto:
¿pero cómo, si uno no cree absolutamente en
fantasmas?
—¡Ajá!
¿Es que piensa usted que yo creo en fantasmas? ¿Pero
de qué me sirve este no creer?
—Muy simple.
Lo que debe hacer es no tener más miedo si un
fantasma viene realmente a su pieza.
—Sí. Pero
es que ése es el miedo secundario. El verdadero
miedo es el miedo a la causa de la aparición. Y
este miedo permanece, y lo tengo en gran forma
dentro de mí.
De pura
nerviosidad, empecé a registrar todos mis
bolsillos.
—Ya que no
tiene miedo de la aparición como tal, habría
debido preguntarle tranquilamente por la causa de
su venida.
—Evidentemente,
usted todavía nunca ha hablado con fantasmas;
jamás se puede obtener de ellos una información
clara. Eso es un de aquí para allá. Estos
fantasmas parecen dudar más que nosotros de su
existencia, cosa que por lo demás, dada su
fragilidad, no es de extrañar.
—Pero yo he
oído decir que se los puede seducir.
—En ese
punto está bien informado. Se puede. ¿Pero
quién lo va a hacer?
—¿Por qué
no? Si es un fantasma femenino, por ejemplo —dijo,
y subió otro escalón.
—¡Ah, sí...
! —dije—, pero aún así no vale la pena.
Recapacité.
Mi vecino
estaba ya tan alto que para verme tenía que
agacharse por debajo de una arcada de la escalera.
—Pero no
obstante —grité—, si usted ahí arriba me quita
mi fantasma, rompemos relaciones para siempre.
—¡Pero si
fue solamente una broma! —dijo, y retiró la
cabeza.
—Entonces
está bien —dije.
Y ahora si que, a decir verdad, podría
haber salido tranquilamente a pasear; pero como me
sentí tan desolado preferí subir, y me eché a
dormir.
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