Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
La loteria en Babilonia
(El jardín de senderos
que se bifurcan (1941;
Ficciones, 1944)
Como todos los hombres de
Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido
la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le
falta el índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi
estómago un tatuaje bermejo: es el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en
las noches de luna llena, me confiere poder sobre los hombres cuya marca
es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches sin luna
deben obediencia a los Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano,
he yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la
luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el
pan y no me decapitaban. He conocido lo que ignoran los griegos: la
incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso del
estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los deleites,
el pánico. Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras
recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal;
para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni
aun a la impostura.
Debo esa variedad
casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en
ellas de modo imperfecto y secreto: la lotería. No he indagado su
historia; sé que los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus
poderosos propósitos lo que puede saber de la luna el hombre no versado
en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte
principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en
ella como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón.
Ahora, lejos de Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún
asombro en la lotería y en las conjeturas blasfemas que en el crepúsculo
murmuran los hombres velados.
Mi padre refería
que antiguamente —¿cuestión de siglos, de años?— la lotería en
Babilonia era un juego de carácter plebeyo. Refería (ignoro si con
verdad) que los barberos despachaban por monedas de cobre rectángulos de
hueso o de pergamino adornados de símbolos. En pleno día se verificaba
un sorteo: los agraciados recibían, sin otra corroboración del azar,
monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como ven
ustedes.
Naturalmente, esas
“loterías” fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a
todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la
indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas loterías venales
comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma: la
interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de números
favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos
numerados corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a
veces cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta números favorables
había un número aciago) despertó, como es natural, el interés del
público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría
suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese
desdén justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero
también eran despreciados los perdedores que abonaban la multa. La
Compañía (así empezó a llamársela entonces) tuvo que velar por los
ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las cajas el
importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los perdedores:
el juez los condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días
de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar a la Compañía.
De esa bravata de unos pocos nace el todopoder de la Compañía: su valor
eclesiástico, metafísico.
Poco después, los
informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se
limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número
adverso. Ese laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia
capital. Fue la primara aparición en la lotería de elementos no
pecuniarios. El éxito fue grande. Instada por los jugadores, la
Compañía se vio precisada a aumentar los números adversos.
Nadie ignora que el
pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la simetría.
Era incoherente que los números faustos se computaran en redondas monedas
y los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron
que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras
formas de la dicha son quizá más directas.
Otra inquietud
cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal
multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y
de la esperanza; los pobres (con envidia razonable o inevitable) se
sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. El justo anhelo
de que todos, pobres y ricos, participasen por igual en la lotería,
inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado los
años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que
se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria... Un
esclavo robó un billete carmesí, que en el sorteo lo hizo acreedor a que
le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma pena para el que robaba
un billete. Algunos babilonios argumentaban que merecía el hierro
candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo
debía aplicárselo porque así lo había determinado el azar... Hubo
disturbios. hubo efusiones lamentables de sangre; pero la gente
babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de los
ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer
término, logró que la Compañía aceptara la suma del poder público.
(Esa unificación era necesaria, dada la vastedad y complejidad de las
nuevas operaciones.) En segundo término, logró que la lotería fuera
secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta mercenaria de
suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel todo hombre libre
automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en
los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino
hasta el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Una jugada
feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de
un enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla
del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos
rever; una jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte.
A veces un solo hecho —el tabernario asesinato de C, la apoteosis
misteriosa de B— era la solución genial de treinta o cuarenta sorteos.
Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los
individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En
muchos casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple
fábrica del azar, hubiera aminorado su virtud; para eludir ese
inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de
la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas
esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían de astrólogos
y de espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada
llamada Qaphqa, había unas grietas en un polvoriento acueducto que,
según opinión general, daban a la Compañía; las personas
malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un archivo
alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.
Increíblemente, no
faltaron murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual, no
replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una
fábrica de caretas un argumento breve, que ahora figura en las escrituras
sagradas. Esa pieza doctrinal observaba que la lotería es una
interpolación del azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es
contradecir el azar: es corroborarlo. Observaba asimismo que esos leones y
ese recipiente sagrado, aunque no desautorizados por la Compañía (que no
renunciaba al derecho de consultarlos), funcionaban sin garantía oficial.
Esa declaración
apaciguó las inquietudes públicas. También produjo otros efectos, acaso
no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las
operaciones de la Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave
está por zarpar; pero trataré de explicarlo.
Por inverosímil que
sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de los
juegos. El babilonio no es especulativo. Acata los dictámenes del azar,
les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre
investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo
revelan. Sin embargo, la declaración oficiosa que he mencionado inspiró
muchas discusiones de carácter jurídico-matemático. De alguna de ellas
nació la conjetura siguiente: Si la lotería es una intensificación del
azar, una periódica infusión del caos en el cosmos ¿no convendría que
el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No
es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las
circunstancias de esa muerte —la reserva, la publicidad, el plazo de una
hora o de un siglo— no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan
justos provocaron al fin una considerable reforma, cuyas complejidades
(agravadas por un ejercicio de siglos) no entienden sino algunos
especialistas, pero que intentaré resumir, siquiera de modo simbólico.
Imaginemos un primer
sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede
a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos
ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del
verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el
encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la
hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a
cumplirla... Tal es el esquema simbólico. En la realidad el número de
sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en
otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo
infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible,
como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga. Esa
infinitud condice de admirable manera con los sinuosos números del Azar y
con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran los platónicos...
Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en el Tíber:
Elio Lampridio, en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que
este emperador escribía en conchas las suertes que destinaba a los
convidados, de manera que uno recibía diez libras de oro y otro diez
moscas, diez lirones, diez osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se
educó en el Asia Menor, entre los sacerdotes del dios epónimo.
También hay sorteos
impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a las
aguas del Éufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de
una torre se suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se
añada) un grano de arena de los innumerables que hay en la playa. Las
consecuencias son, a veces, terribles.
Bajo el influjo
bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar.
El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se
maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el
escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún
dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración, he falseado
algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa
monotonía... Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del
orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama que las
operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque,
naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás,
nada tan contaminado de ficción como la historia de la Compañía... Un
documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo
de ayer o de un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna
divergencia entre cada uno de los ejemplares. Los escribas prestan
juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar. También se ejerce
la mentira indirecta.
La Compañía, con
modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son
secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente)
no difieren de las que prodigan los impostores. Además ¿quién podrá
jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un mandato
absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la
mujer que duerme a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de
la Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios,
provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que
hace ya siglos que no existe la Compañía y que el sacro desorden de
nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna
y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios
anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es omnipotente, pero que
sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los
matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra,
por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no
existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o
negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es
otra cosa que un infinito juego de azares.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar