Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
El jardín de senderos que se bifurcan
(El jardín de senderos
que se bifurcan, 1941);
(Ficciones, 1944)
A
Victoria Ocampo
En la página 242 de la Historia
de la Guerra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece
divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de
artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el
24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las
lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora
—nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada,
releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés
en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el
caso. Faltan las dos páginas iniciales.
“... y colgué el
tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en
alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de
Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —pero eso
parecía muy secundario, o debería parecérmelo— también de
nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o
asesinado[1]. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la
misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser
implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de
tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a abrazar y agradecer este
milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la muerte de dos
agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la
puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En
la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me
pareció increíble que es día sin premoniciones ni símbolos fuera el de
mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un
niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir?
Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente,
precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los
hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo
que realmente pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del
rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio
y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado
a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) pensé que ese
guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el
Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería
británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo
traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francés)
aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca,
antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que
los oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla
llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que
no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que
en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín,
examinando infinitamente periódicos... Dije en voz alta: Debo huir.
Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si
Madden ya estuviera acechándome. Algo —tal vez la mera ostentación de
probar que mis recursos eran nulos— me hizo revisar mis bolsillos.
Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la
cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las
comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta,
un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), el
falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz
rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo
empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo
puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía
telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la
noticia: vivía n un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
Soy un hombre
cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie
no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo
hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha
obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de
Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe.
Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe...
Lo hice, porque yo sentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza —a
los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que
un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del
capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi
puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé,
escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de
casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría
menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me
sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al
cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con
lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqué
un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy
pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré: el próximo saldría
a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los
coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leía con
fervor los Anales de Tácito, un sodado herido y feliz. Los coches
arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el
límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo,
me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
De esa aniquilación
pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñado mi duelo
y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta
minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario.
Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el
horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto.
Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo
era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad
saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará
cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y
bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe
imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea
irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mientras mis ojos de
hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el
último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre
fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la
estación. ¿Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andén. Ashgrove,
contestaron. Bajé.
Una lámpara
ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de
la sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen
Albert? Sin aguardar contestación, otro dijo: La casa queda lejos
de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en
cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una
moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el
solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental,
arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía
acompañarme.
Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado
de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso
era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que
tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos
laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel
Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal
para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung
Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los
hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de
un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el
laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo
imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo
imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no
ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y
provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso
laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara
de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé
mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado,
percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos
de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier
posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba
y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como
silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada
de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros
hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de
luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así,
a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una
especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera
trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la
música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin
prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si
llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
Pero del fondo de la
íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban
los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el
color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me
cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
—Veo que el
piadoso Hsi P’êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda
querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre
de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
—¿El jardín?
—El jardín de senderos que se bifurcan.
Algo se agitó en mi
recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
—El jardín de mi
antepasado Ts’ui Pên.
—¿Su antepasado?
¿Su ilustre antepasado? Adelante.
El húmedo sendero
zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros
orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla,
algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el
Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la
imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce.
Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos
siglos, de ese color azul que nuestros artífices copiaron de los
alfareros de Persia...
Stephen Albert me
observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de
ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de
marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes
de aspirar a sinólogo”.
Nos sentamos; yo en
un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj
circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor,
Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
—Asombroso destino
el de Ts’ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de su provincia
natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación
infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y
calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto.
Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso
lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante
trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los
herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como
acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje
taoísta o budista— insistió en la publicación.
—Los de la sangre
de Ts’ui Pên —repliqué— seguimos execrando a ese monje. Esa
publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores
contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere
el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts’ui
Pên, a su Laberinto...
—Aquí está el
Laberinto —dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
—¡Un laberinto de
marfil! —exclamé—. Un laberinto mínimo...
—Un laberinto de
símbolos —corrigió—. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro
inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de
más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil
conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pên diría una vez: Me retiro a
escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto.
Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un
solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro
de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los
hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên murió; nadie, en las dilatadas
tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ése era el laberinto. Dos circunstancias me
dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que
Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente
infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
Albert se levantó.
Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y
renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y
tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên.
Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel
redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a
todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la
hoja. Albert prosiguió:
—Antes de exhumar
esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser
infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico,
circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera,
con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche
que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por
una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la
historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en
que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra
platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo
individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la
página de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me
parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios
capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el
manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase:
Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se
bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de senderos
que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires
(no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no
en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En
todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas
alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi
inextricable Ts’ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea,
así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se
bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene
un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo.
Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso,
el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir,
etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada
uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos
de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en
uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se
resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
Su rostro, en el
vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con
algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos
redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército
marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de
las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con
facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un
palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una
continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente
veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de
que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto
me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla
occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción
como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo
el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir.
Desde ese instante,
sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible
pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente
coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más
íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert
prosiguió:
—No creo que su
ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo
verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un
experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en
aquel tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista
genial, preo también fue un hombre de letras que sin duda no se
consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos
proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas,
místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela.
Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el
abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no
figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que
quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria
omisión?
Propuse varias
soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert
me dijo:
—En una adivinanza
cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
Reflexioné un
momento y repuse:
—La palabra ajedrez.
—Precisamente
—dijo Albert—, El jardín de senderos que se bifurcan es una
enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa
recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una
palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es
quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que
prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el
oblicuo Ts’ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido
los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he
conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer,
el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea
una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El
jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta,
pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia
de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo
uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red
creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos.
Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que
secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No
existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo;
en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar
me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el
jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras,
pero soy un error, un fantasma.
—En todos —articulé
no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de
Ts’ui Pên.
—No en todos
—murmuró con una sonrisa—. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia
innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
Volví a sentir esa
pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba
la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas
personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras
dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En
el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era
fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el
capitán Richard Madden.
—El porvenir ya
existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la
carta?
Albert se levantó.
Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la
espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado:
Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte
fue instantánea: una fulminación.
Lo demás es irreal,
insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la
horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto
nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los
mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio
sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El
Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través
del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé
otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede
saber) mi innumerable contrición y cansancio.
[1] Hipótesis odiosa y
estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg
agredió con una pistola automática al portador de la orden de arresto,
capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que
determinaron su muerte. (Nota del Editor.)
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